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Matchacolate

Cada mañana se tomaba un chocolate caliente. No podía con su día a día, y el hecho de tomarse un chocolate caliente le hacia mirar la vida con otras perspectivas. Además había leído que el chocolate era antioxidante y retrasaba el envejecimiento. Aunque lo cierto era que el chocolate caliente no le caía bien. Desde su último empleo, sufría diversas dolencias físicas, sobretodo estomacales. Un cambio de trabajo repentino le había ayudado a mejorar algunas de las somatizaciones sufridas, pero, su cuerpo aún no era de piedra y siempre quedaban secuelas.
Poco a poco, esos daños estomacales se habían convertido en meros daños colaterales, ya habituales en su vida, y que deseaba ver desaparecer con el paso del tiempo. Aunque a menudo, cometía el error de ignorarlos. Realmente necesitaba seguir tomando chocolate, porque era lo que más feliz le hacía en aquellos momentos.
Cada mañana seguía su ritual de desayuno. Un chocolate negro caliente. Deshecho. Bien espeso. Aromático. Su gran momento del día. Da igual cuál fuera la chuchería para mantener el hambre a raya de después, aquel chocolate espeso se había convertido en el gran ritual de su día a día. Su necesidad vital para sentirse despierto y vivo.
Una mañana, mientras se deleitaba con el sabor del chocolate, empezó a sentir en su cuerpo un dolor inmenso. El estomago le daba patadas de dentro a fuera. Como rayos de dolor que lo atacaban de manera intermitente. Un dolor que doblaba su cuerpo y que, de tanta intensidad, no le permitía caminar. A golpes de dolor, llamó como pudo a una ambulancia.
Media hora más tarde, después de analizarle todo el cuerpo más de mil veces, y de sacarle sangre y muestras de todo su organismo, le dictaminaban sentencia medica: no podía seguir tomando chocolate. Si seguía bebiendo su taza diaria de chocolate, moriría en menos de dos meses, pero si, en cambio, se olvidaba del chocolate de por vida, podría seguir viviendo.
El chocolate: aquella sustancia que tanta felicidad le regalaba cada mañana, ahora se había convertido en un veneno dulce que podría llegar a matarlo si lo continuaba consumiendo, y como si fuera una broma pesada del destino, una enfermera se paseó ante su camilla con un vaso caliente de chocolate, y el olor del chocolate le propinó aún un dolor más grave, pero esta vez en el alma.
No podía evitarlo, tenía que elegir: o vivir en la miseria de no probar el chocolate o morir por el placer del deleite matutino.
Entonces decidió beber una última taza de chocolate en su pastelería preferida. Sería como su pequeño ritual de despedida. El médico no le había hablado nada sobre tomar una ultima taza. Solo le habló de “Si sigue usted tomando chocolate…”. Así que fue a su pastelería preferida. La mejor de su ciudad. Tenían dulces de todo tipo. Una decoración exquisita. Un ambiente inmejorable. Era un lugar de aquellos que no sólo constituye un deleite para el paladar sino también para los sentidos. Entró en la pastelería, analizó las mesas libres y escogió la que daba al gran ventanal junto a la calle. Debía gozar de su último chocolate como mandaba la tradición: perdiéndose en las vistas de las musarañas de lo urbano, observando la gente pasar en la calle, de un lado para otro, en su ajetreo cotidiano.
La camarera, que era nueva y no lo conocía, se acercó con un pedido en su bandeja: un té verde matcha recién hecho. Con un desparpajo veloz le soltó:
— Disculpe, le traigo el té verde matcha que ha pedido.
La miró a los ojos con cara de incredulidad, porque aún no había pedido su ultimo chocolate, y sin que tuviera tiempo a responder, la camarera le dejó la taza de té verde matcha ante sus manos, y se fue a atender la llamada apresurada de otro cliente.
Miró al té verde matcha. No era chocolate. Ni olía a chocolate. Pero era caliente como el chocolate. Y tenía espuma. Siempre le había gustado la espuma en las bebidas calientes. Acarició la taza con sus manos. Era agradable sentir el calor del té verde matcha. Casi tan agradable como el calor del chocolate desecho. Cogió la taza y se la acercó a los labios. Le divertía la sensación de la espuma rozando la piel de sus labios. Sorbió por inercia, casi sin darse cuenta. Saboreó. El gusto, aunque extraño, le era placentero. Volvió a sorber. Un bienestar de tranquilidad inundó su alma. Su estomago se calmó con la llegada del primer sorbo. Era como si aquel sorbo de té verde matcha apaciguara su dolor. Cerró los ojos y volvió a sorber. Dejó que su espíritu volará con aquel sorbo. Se relajó. Se sentía abrazado por la sensación reconfortante de aquella bebida caliente. Nunca antes la había probado, pero alguien alguna vez le había comentado que el té verde matcha, como el chocolate, también era antioxidante y antienvejecimiento.
Al abrir los ojos miró a la camarera como iba apresurada de un lado para otro. Intentando dar buen servicio a todos. Aquella camarera que sin saberlo, con su error, le había salvado la vida. Dejó la taza sobre la mesa. Mientras continuaba saboreando el sorbo en su paladar. Sonrió. La decisión estaba tomada. Descubrió que la felicidad también era un té verde matcha caliente.

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